martes, 20 de marzo de 2012

Un mensaje siciliano: vean -o revisen- El Padrino

Se trata de una de esas selectas películas catalogables como eternas, así que no voy a descubrirles hoy la pólvora ni la rueda si les recomiendo ver o en su caso, revisionar la saga de El Padrino precisamente ahora que se cumplen los 40 años del estreno de una saga que el tiempo ha terminado por convertir en sublime obra de arte. Cualquier excusa es buena para verla, así que anímense y háganlo. Por ejemplo, en alguno de esos sábados o domingos tontos, tirado en el sofá. Si puede ser, armado con cerveza fría, palomitas, pipas o lo que gusten al lado. 
    
No hace mucho que leía en prensa un artículo donde se comentaba que la saga de El Padrino es la película más nombrada en encuestas como obra maestra del cine, nombrada tanto por los espectadores que la disfrutaron como -algo curioso- por otros muchos que dicen haberla visto sin haberlo hecho en realidad. Flaco favor se hacen estos últimos, porque disfrutar las dos primeras partes de El Padrino es un placer para cualquier sibarita del séptimo arte, una de esas cosas que hay que hacer antes de morir. Majestuosa y brutal, una película de clase superior -la mejor de su género-, una franquicia que se ha convertido ya en patrón para medir el magisterio en el cine, y no sólo en el cine negro. 
Para ser sincero, y aunque en su momento vi la prescindible y anodina tercera parte, habrán observado hace unas líneas que cuando hablo de El Padrino en realidad me estoy refiriendo de las dos primeras partes, que en realidad pueden ser consideradas como una sola película que tuvo que ser dividida en dos debido a su largo metraje. 
El Padrino trata sobre la vida, una vida peligrosa en la que solamente puede sobrevivirse firmemente asentado en la lealtad a la familia. También sobre la ética con la que se ha de vivir esa vida, los negocios que se anteponen a otros principios como la amistad o el cariño, pero nunca al del honor. También sobre la justicia, sobre ambición y poder, sobre el dinero -que solemos descubrir grapado a estos últimos-. En definitiva, sobre el más primitivo instinto presente en la biodiversidad: la supervivencia del más fuerte y del más astuto dentro de unas reglas. 
Dado que -permítanme la redundancia cartesiana- todos vivimos; dado que todos tenemos -o hemos tenido- una familia o un grupo de gente querida que supone nuestro núcleo de confianza; dado que todos de alguna manera respetamos -o al menos, deberíamos- ciertos principios éticos y aspiramos al imperio de lo que nuestra conciencia nos dicta que es justo, aunque no siempre coincida con lo que dictan los tribunales... Por todo ello, todos somos susceptibles de sentirnos identificados con la familia Corleone viendo El Padrino. 

Lo primero que resalta en El Padrino es la soberbia dirección de Coppola, que fue capaz de convertir una novela discreta en una perfecta comunión de la oscuridad -gran parte de la historia se cuenta entre tinieblas-, la mítica banda sonora y la composición de cada personaje por parte de los actores. La oscuridad, decía, porque es un protagonista más, presente incluso antes de entrar a ver la película, pues envuelve el cartel -un cartel memorable, por cierto- que ya antes de entrar al cine o de insertar el DVD nos anuncia una trágica historia donde la muerte forma más que nunca parte rutinaria del atrezzo. Como protagonista también es el sublime vals de la muerte compuesto por Nino Rota, redondo, sórdido, constante, envolviéndolo todo, acompañando pensamientos y acciones de los protagonistas. 
Y por supuesto, lo más importante, las interpretaciones. La del patriarca, Don Vito Corleone, interpretado en uno de los últimos estertores de genialidad de un por aquel entonces ya decadente y conflictivo Marlon Brando. Coppola creyó en él, seguramente fue el único que lo hizo, y Brando contra pronóstico dejó de lado sus excentricidades y dio rienda suelta a su colosal talento, yendo más allá del guión para, literalmente, fabricar un personaje mítico de amplia mandíbula (que rellenó de literalmente con pañuelos de papel para resaltar), voz susurrante y peligrosa, mirada implacable y presencia divina, matices que supo captar a la perfección Robert De Niro para estar a la altura dando vida al joven Vito. 
La de Michael Corleone, personaje principal de la trama interpretado por Al Pacino, un tipo bajito, valiente y sereno, de mirada despierta y afilada, que crece hasta convertirse en el gigantesco nuevo patriarca. Un personaje con muchos matices, tan atractivo como temible, alguien que mide cada palabra que dice -y que calla-, un estratega que se debate entre el bien y el mal siempre según el código ético de una familia siciliana, anteponiendo los intereses del clan Corleone a todo lo demás. 
La de Tom Hagen, el consejero de la Familia, interpretado por Robert Duvall, posiblemente el hombre que mejor caminó de espaldas delante de una cámara en toda la Historia del cine. Un personaje que estaba destinado a ser mucho más grande en el posterior desarrollo de la trama en la referida tercera parte, donde habría pasado de hijo adoptivo y consiglieri de la Familia a enemigo mortal de los Corleone, pero al que una discusión salarial de los productores con el actor mientras se preparaba la tercera parte hizo desaparecer del guión.   
Por no hablar por el maravilloso desfile de secundarios que van apareciendo durante todo el metraje, de las escenas redondas, perfectas, del ritmo trepidante, de los constantes ciclos que se van abriendo y se van cerrando, hasta dejarnos clavados en nuestras butacas. 
Por último, les advierto: no se sorprendan ni se asusten cuando descubran la simpatía que sin duda sentirán por una familia de despiadados pero honorables gangsters. Esto sucede porque todos llevamos, como el protagonista de la serie Dexter, un oscuro pasajero dentro. Y películas como la saga de El Padrino resultan ideales para darle de comer sin acabar acribillados a tiros en el peaje de una autopista cualquiera.

lunes, 20 de febrero de 2012

Sons of Anarchy, caballeros con motos en lugar de caballos

Les cuento. Mis hermanos llevaban tiempo dándome la vara para que atendiera una serie acerca de una banda de moteros. A mí, que odio las motos casi tanto como los madrugones. Me pedían que le diera una oportunidad, porque valía la pena; me conocen bien, y pensaron que me gustaría. Reconozco que me resistí a verla bastante tiempo, porque como acabo de decir, ni me atraen las motos, ni me interesan los moteros. No me llamaba la atención el asunto, en definitiva, pero tanto tanto me la recomendaban que, con mi habitual escepticismo, con algunos prejuicios -lo reconozco- y casi más por no oirles que por verdadera curiosidad, me obligué a ver el primer capítulo. 
Recuerdo que empecé a verla una tarde, después de comer, con algo de sueño y muy pocas ganas, e inevitablemente, con aquella predisposición, pues de primeras me pareció flojita y previsible. Incluso recuerdo que tras unos cuantos capítulos, le comenté a mi hermano que los tiroteos me recordaban a los del Equipo A, con muchos tiros a descubierto donde nunca muere nadie, mucho ruido y muy pocas nueces (ni qué decir tiene que mi hermano me llamó el nombre del puerco, como podrán imaginar). 
Pero bueno, como ya estaba empezada la cosa -al menos no me dormí, me dije, eso ya es algo-, decidí seguir adelante con aquella primera temporada. La serie fue avanzando, y poquito a poco me fue enganchando. Descubría capítulo tras capítulo un descarado homenaje encubierto al Hamlet de Shakespeare por parte de los guionistas, con un príncipe rubio llamado Jackson que aspira al trono y su madre, la actual reina, y a la vez, esposa de un rey usurpador. Siempre con la etérea presencia constante del fantasma del padre asesinado en el pasado, que aun estando muerto no deja de influenciar los acontecimientos del presente. Todo ello encajado con buen gusto y con oficio, sin rechinar de dientes, una historia de violencia bien rodada.   
A partir del octavo capítulo, aquellos infames y ridículos cascos de medio huevo dejaron de causarme risa, y -lo reconozco-, un par de temporadas después hasta me descubrí reincorporando mi vieja chupa de cuero gris -sin calaveras, eso sí- a la percha de la ropa de diario. 
Pero volvamos a esa primera temporada. La serie fue creciendo hasta que llegó el penúltimo capítulo, en que me dejó el corazón encogido. Yo casi nunca lloro y desde luego, jamás lo hago viendo una película o una serie de TV, pero sí que es cierto que a veces me emociono por dentro, y ésta casi lo consiguió. Cuando terminé de ver la cuarta y última -de momento- temporada, corroboré que conforme avanza, el crecimiento sigue; que la serie es realmente buena; que los personajes se van perfilando y enriqueciendo, y que promete serlo todavía más en el futuro, si a los guionistas no les da por alargar más de la cuenta algo que funciona comercialmente hasta estropearlo, como hacen tantas veces, por ejemplo, con Dexter
Al final, todo había ido cobrando sentido; recordando lo que sentía viendo una de mis series favoritas, la magnífica Friday Night Lights, conforme miraba las aventuras de los SAMCRO (Sons of Anarchy Motor Club Redwood Original, que así se llama el club de moteros) me iba dando cuenta de que hay ciertas cosas por las que vale la pena seguir adelante, porque las cosas buenas se cocinan a fuego lento y se hacen esperar. Cuando hay talento en los guionistas, presupuesto y un buen elenco de actores, si los productores tienen un poquito de paciencia, es inevitable que la cosa funcione. Con aquel octavo capítulo, les decía, por fin llegó la maravillosa sensación que se tiene cuando algo -una serie, un deporte, una película, un libro, una chica...- te engancha y realmente te gusta, cuando parece que, en este caso la serie -permítanme la grosería-, les coge de la parte de su anatomía que prefieran al efecto y les dice, con media sonrisa: ahora ya no te voy a soltar. 
Volviendo al comienzo, la serie cuenta una historia medieval de reinos, de príncipes, de fronteras y de guerras. Solo que en lugar de caballos, hay motos; en lugar de espadas, armas de fuego; en lugar de reinos, bandas de moteros y sus territorios. Por lo demás, es inevitable recordar aquellas películas y libros de historias de reinos medievales o de fantasía, aquellas historias de alianzas y traiciones, de luchas de poder, de amor y de guerra. No me atrevería a asegurar que es una serie más dirigida al público masculino que al femenino, pero lo cierto es que en ocasiones, me lo parece.   
Siendo honesto, no creo que Sons of Anarchy sea imprescindible, pero sí altamente recomendable, sobre todo para gente a la que le gusten las historias de mafiosos del estilo de El Padrino. Puedo garantizarles que si le dan una oportunidad, les enganchará, aun a pesar de que ciertamente no es Historia de la televisión, como en mi opinión pueden serlo The Wire, Band of Brothers, Los Soprano o Breaking Bad. Para eso debería ser redonda, y Sons of Anarchy no lo es, cuando la vean entenderán por qué digo esto. 
Mi consejo para quien se anime a empezar a verla, aprovechando por ejemplo que comienzan a darla en la tele estos días -concretamente esta misma noche, en el canal de TDT Energy-, es que se olviden de las motos y lo hagan con la mente en blanco, sin prejuicios como los que yo tenía. Y eso sí, como debe hacerse con las series, que se propongan ver al menos una temporada entera. Son capítulos cortos, de 40 minutos, y no se hace pesada, para nada. Si le dan una oportunidad, créanme, no sé exactamente en qué momento sucederá, pero sucederá, Como me pasó a mí, la historia les agarrará de la solapa mientras se llenan de tatuajes, y de pronto se verán a lomos de un caballo que de repente se ha convertido en una Harley. Flanqueándole, descubrirá a los otros miembros del Club, todos ellos caballeros con su inquebrantable código de honor, su bushido particular. Delincuentes, sí, pero créanme, casi todos honorable gente de hígados, hermanados en una gran familia, capaces de pasar una temporada en el trullo o de morir antes que delatar o faltar a la lealtad del "Club". Porque estos tipos, moteros con antecedentes que nunca han dejado de ser caballeros, transmiten los valores que movían a aquellos, los que la gente como yo buscamos en las películas, en los libros y en las series que nos gustan desde niño: lealtad, honestidad, valentía. Probablemente entonces entenderán a lo que me refiero con eso de motos en lugar de caballos y armas de fuego en lugar de espadas

miércoles, 8 de febrero de 2012

Rafa Nadal y el espíritu de Rocroi

Hace solamente unas semanas, Arturo Pérez Reverte se hacía eco en su Patente de Corso dominical del impresionante cuadro de don Augusto Ferrer Dalmau titulado "Rocroi, el último tercio". 
El asunto es que hace unos siglos, a pesar de la incultura, la pobreza y la indisciplina, males endémicos de estas heterogéneas tierras ibéricas, los soldados peninsulares resaltaron algo que sólo unos pocos ejércitos selectos a lo largo de la Historia han sido capaces de construir y mantener en el tiempo: una reputación de excelencia en el combate, un "esprit de corps", una honra que les llevaba a comportarse de manera férrea y resolutiva ante cualquier situación, por dura que fuera. Según Pérez Reverte, dicha cualidad la generaban el hábito a las dificultades del yermo entorno en el que habían crecido estos hombres, así como la ausencia de alternativas a tirar hacia delante sí o sí. De uno u otro modo, con mayor o menor nobleza, lo cierto es que los soldados de los viejos Tercios de infantería españoles, que en el día a día eran contestones, soberbios y habituados a los motines, inexplicablemente se tornaban rectos y disciplinados bajo el fuego, solícitos voluntarios para aquellos lugares de privilegio en el combate (que lógicamente solían ser también por ello los más peligrosos, como vanguardias y retaguardias, encamisadas, razias... Por lo que aun siendo minoría en las tropas católicas, en lo más farragoso allí estaban siempre ellos, por delante de los de otras nacionalidades). Como si fueran hoplitas, legionarios o granaderos de la Vieja Guardia de Napoleón, aquellos tatarabuelos nuestros eran conocedores cada uno de su función dentro de la cerrada muralla cuadrada de cuero, picas y arcabuces, conocedores de que si cada uno hacía bien su trabajo, la formación seguiría inexpugnable y funcionaría como una máquina bien engrasada. 
Así se mantuvieron, durante más de siglo y medio, victoriosos en la defensa y en el ataque en todos los campos y mares de Europa, norte de África y América, hasta que llegó la hora de Rocroi. En aquella llanura, de nuevo no sólo combatían castellanos, navarros, portugueses y aragoneses. También había tercios valones, tudescos e italianos. Pero al final de la batalla, lo cierto es que solamente quedaba en pie un exiguo cuadro de piqueros y mosqueteros españoles, reagrupados bajo el mando de Melo, tras haber sido desarbolados los otros tercios. Sabían que era el final, y que no había salida porque no había virtud en la entrega de las armas, así que decidieron cumplir con lo que dictaban su reputación y su honra, pagada costosamente con acero, sudor y sangre durante casi doscientos años de interminables guerras, y prefirieron morir matando a vivir con la vergüenza de una bandera capturada. Ellos no conocían el Bushido, ni al ciclista Lance Armstrong, ni a los All Blacks de Nueva Zelanda... Sin embargo en su comportamiento destacaba el mismo leit motiv: el dolor puede durar minutos, horas, días, tal vez años, pero tarde o temprano termina cediendo y desaparece (aunque sea con la muerte); mientras tanto, la vergüenza y la deshonra del abandono o la rendición permanecen para siempre, generación tras generación. Aquel día en Rocroi, nuestros tatarabuelos fueron derrotados, pero abandonaron el campo de batalla repletos de dignidad, al calor de sus banderas, sin humillación, con el respeto y el reconocimiento de los franceses victoriosos. Como dice Diego Pablo Simeone, se puede caer derrotado, pero el esfuerzo no se negocia, y una vez entregado todo en el campo de batalla, solamente entonces la derrota brilla tanto o más que las victorias. 
Este concepto es algo que tuvieron claro los espartíatas de Leónidas en las Termópilas, un puñado de legionarios franceses en Camerone (México), el Regimiento de Caballería Alcántara en Annual, el Batallón Expedicionario de Cazadores nº 2 que salió dignamente con armas y pertrechos del Sitio de Baler, en Filipinas... Me vienen a la cabeza también Iwo Jima, Guadalcanal, Okinawa, las Marianas... En todos esos sitios, los soldados japoneses cayeron derrotados, pero antes de eso  tuvieron que arrancarles de las manos muertas y retorcidas sus katanas y pistolas. Porque si consigues convencer a tu enemigo de que cada uno de los tuyos que caiga se llevará con él al infierno a seis o siete enemigos y lo que se ponga por delante, el contrario se avendrá a negociar cualquier cosa antes de aventurarse a las pérdidas en hombres y recursos que, sin duda, costaría derrotarte. Así que, o tiras dos bombas atómicas o tienes que dejarte las pelotas y la hacienda durante muchos años, luchando casa por casa. 

Esta historia tiene su máxima vigencia ahora, y podemos extrapolarla a todos los ámbitos de la vida en los que hay que afrontar dificultades. Si bien los españoles seguimos manteniendo la mayoría de los defectos que ya teníamos por aquella época (seguimos siendo, poco más o menos, igual de incultos, maleducados, contestones, pendencieros, igual de heterogéneos y también igual que entonces, difícilmente gobernables), cada vez que veo a Nadal jugar al tenis, la última vez durante la final del Open de Australia 2012 contra Djokovic, me emociona pensar que millones de telespectadores a lo largo y ancho del mundo puede comprobar que todavía tenemos algo de eso, esa misma receta de antaño, no exclusiva, pero sí muy nuestra. Ese espíritu indomable que se muestra rebelde ante la derrota. 
Preguntaréis por los ingredientes de esta receta: 


  • Unos cuantos fracasos previos de los cuales aprender
  • Capacidad de sufrimiento 
  • Resistencia 
  • Eso que llaman vergüenza torera 
  • Humildad 
  • Y sobre todo, la base de todo: trabajo duro
 En el caso de Nadal, que es ciertamente extraordinario, se añade a la receta el valor añadido de una gran dosis de talento sin desperdiciar -ingrediente que no ha sabido aprovechar, por ejemplo, Verdasco-. Rafael Nadal refleja todo lo bueno que todavía nos queda, en la victoria, y lo más difícil, también en la derrota. Es un espejo en el que nuestros niños pueden mirarse, un caso para analizar y proponer modelos de cara al futuro. Un orgullo para todos y un ejemplo a seguir. 
Solamente los grandes, los grandes de verdad, pueden darnos lecciones en la derrota, y contra un extraordinario Djokovic, Nadal lo volvió a hacer. Y viéndole perder así, aunque duele, qué duda cabe, te hace pensar que sólo es cuestión de tiempo verle volver a ganar. En Melbourne, el mejor Djokovic se dejó la vida y se las vio putas para derrotar a Nadal. Pasarán los años y las décadas, y seguramente se seguirá recordando este partido, como la final de Wimbledon de 2008 contra Federer. Porque esas dos finales han sido, probablemente, los dos mejores partidos de tenis de la Historia reciente, y en ambos Rafa ha sido el protagonista. Ejemplo fue aquel día en Londres, en la victoria, y ejemplo fue también en Melbourne, en la derrota.   
  
Así que, aunque estamos en un momento crítico en lo económico, es el momento de darlo todo sin miedo a perder, porque solamente cuando un hombre pierde la esperanza y asume la certeza del dolor, con un poco de determinación hará desaparecer con ella el miedo y se sentirá capaz de todo. Tenemos un ejemplo aquí mismo, en Rafael Nadal, que nos hace recordar cómo se hacía aquello de convertir en gloria también nuestras derrotas. Ese domingo, Melbourne fue Rocroi. No porque fuera el ocaso de Nadal -antes bien, pienso que fue más bien, al contrario, un punto de inflexión-, sino por esa rebeldía ante la derrota, por ese no dejarse vencer jamás.  

jueves, 2 de febrero de 2012

"The Artist", o de cómo una película muda consiguió dejarme mudo

Audaces Fortuna Iuvat, la fortuna favorece a los audaces. Una cita clásica de Virgilio que refleja un concepto épico, hermoso, pero que por desgracia resulta falible hasta el suicidio. Sin embargo, de vez en cuando -gracias a no sé qué conjunción de astros- se cumple con toda la gloria de las grandes victorias clásicas. 
De locos era plantearse volver a un género muerto, antes conocido como western cuando, a principios de los noventa, Clint Eastwood creaba "Unforgiven" ("Sin Perdón") y callaba bocas a millares rayando la perfección detrás de una cámara. Clint tuvo arrestos, creyó en que podía hacerlo y lo hizo, y la diosa Fortuna le dio un beso profundo y prolongado en los labios. 
Seguramente, cuando el francés Michel Hazanavicius tramaba la realización de una película de cine mudo en plena época jamescameriana del cine tridimensional, del sonido digital y de los efectos especiales de ensueño; en el contexto de la más dura crisis económica desde el crack del 29 y la II Guerra Mundial; con las salas de cine cada vez más vacías, por muy diversos motivos. Ante una grave crisis de esta industria, cada vez más decantada por pasarse a las series de televisión (que poco a poco van cogiendo el testigo del séptimo arte), o a rehacer viejas películas de éxito en forma de "remakes" o de secuelas antes que por generar otras nuevas, mostrando con ello tanta cobardía como ausencia de talento... Imaginémonos como productores; cualquiera de nosotros -yo mismo- habría mirado de arriba a abajo al bueno de Hazanavicius, habría comenzado riéndose para sí y tal vez, acabado riendo a carcajadas. Probablemente le habría anticipado que aquello sería una locura, un estrepitoso fracaso, algo poco menos que un suicidio profesional y económico, tal vez temporal, si no definitivo. Para ambos. 


Pero afortunadamente hay locos audaces que creen en sí mismos, en su talento, en sus equipos. Porque el primer paso para realizar cualquier empresa atroz es creer que de verdad se puede, con determinación irrevocable, imaginar que ya se ha hecho, como escribía Borges. Y Hazanavicius, al cual no conocía hasta que la otra noche vi "The Artist", es sin duda uno de estos elegidos. 
Como audaces también fueron los actores de cabecera de Hazanavicius (el magistral Jean Dujardin, protagonista de sus últimas películas y la bellísima Bèrènice Bejo) que se atrevieron a interpretar "The Artist" a capela, sin el abrigo del diálogo. Audaces también los productores, que pusieron su dinero con la que está cayendo en la ruleta de un proyecto como este para llevarlo a buen puerto. 
Y ahora, estrenada la película, habiendo recibido todos los premios y nominaciones que está recibiendo, debería llegar, como con Eastwood, el apasionado beso en los labios de la diosa Fortuna. Ojalá, porque se lo merecen, todos ellos. 
"The Artist" es una de esas películas que te hacen reconciliarte con el cine, que te devuelven la fe en la magia de la gran pantalla. Una historia magnífica que me reencontró con aquellos momentos mágicos que alguna vez sentí en una butaca, que creía haber olvidado y que empezaban con el fundido lento de las luces, con un rugido, un tema musical y unos títulos de crédito. Con aquellas historias que me atrapaban y me mantenían el culo pegado al asiento como una lapa, riendo, llorando, sufriendo y disfrutando, y cuyas escenas y frases me acompañaban al salir del cine, y seguían reproduciéndose ante mí al acostarme, con las luces apagadas. 
Hasta en el diseño del cartel de la película se ve la sombra de la obra maestra que en mi opinión es, un cartel con aureola de cartel mítico, como los de "El Padrino", "Vértigo" o "Blow up". 
Es una película muda, sí. Y en blanco y negro, sí. "The Artist" es un envase pequeño, como de perfume antiguo, lleno de esencias cinematográficas, de aquellas esencias que antaño envolvían las salas de cine y que Hazanavicius ha logrado destilar y hacer llegar a todo aquel que se siente para verla, para sentirla y disfrutarla hasta el último fotograma, hasta el último acorde. 
Claro está que nadie consigue obras maestras sin materia prima. La otra noche me acosté soñando con un pequeño perro amaestrado que arrancaba sonoras sonrisas con ladridos silenciosos en toda la sala. Me acosté soñando con el inconmensurable trabajo de un Jean Dujardin engominado y en frac, resucitando a los galanes clásicos (¿seguirá escondido en el cine doméstico francés a partir de ahora este soberbio actor?). Prendado de la preciosa sonrisa con los ojillos achicados de Bérénice Bejo, reviviendo aquella escena en la que se acariciaba la cintura, medio envuelta en la chaqueta de su amado, en una escena memorable... 
"The Artist" tiene todo lo que debe tener una obra maestra, lo tiene todo para ser un clásico, y no necesita ningún tipo de aderezo. Ni le sobra, ni le falta. Cuando digo clásico no quiero decir viejo, ni antiguo, sino algo más abstracto, algo capaz de generar patrones por ser de clase superior. Esta película, si no lo es ya, lo será con el tiempo. Desde aquel "Cyrano de Bergerac" de Rappenneau, con un eminente Depardieu devorando la pantalla, el cine francés no generaba algo parecido. 
Así que justos -y por muchos que sean seguramente serán pocos-, serán todos los premios, nominaciones y menciones que pueda llevarse. 
Ahora alguien pensará que estoy exagerando, pero lo mejor que puede hacer para comprobarlo es acercarse a una sala de cine, invertir una pequeña cantidad de su dinero y dejarse envolver por el perfume añejo de esta maravillosa película. Y cuando salga del cine con una media sonrisa dibujada en su cara, tal vez no esté de acuerdo, pero seguramente pensará conmigo en que le encantaría ver el dinero de sus impuestos invertidos en este tipo de cosas, en lugar de -salvo honrosas excepciones- en una eterna subvención a la mediocridad.