martes, 20 de marzo de 2012

Un mensaje siciliano: vean -o revisen- El Padrino

Se trata de una de esas selectas películas catalogables como eternas, así que no voy a descubrirles hoy la pólvora ni la rueda si les recomiendo ver o en su caso, revisionar la saga de El Padrino precisamente ahora que se cumplen los 40 años del estreno de una saga que el tiempo ha terminado por convertir en sublime obra de arte. Cualquier excusa es buena para verla, así que anímense y háganlo. Por ejemplo, en alguno de esos sábados o domingos tontos, tirado en el sofá. Si puede ser, armado con cerveza fría, palomitas, pipas o lo que gusten al lado. 
    
No hace mucho que leía en prensa un artículo donde se comentaba que la saga de El Padrino es la película más nombrada en encuestas como obra maestra del cine, nombrada tanto por los espectadores que la disfrutaron como -algo curioso- por otros muchos que dicen haberla visto sin haberlo hecho en realidad. Flaco favor se hacen estos últimos, porque disfrutar las dos primeras partes de El Padrino es un placer para cualquier sibarita del séptimo arte, una de esas cosas que hay que hacer antes de morir. Majestuosa y brutal, una película de clase superior -la mejor de su género-, una franquicia que se ha convertido ya en patrón para medir el magisterio en el cine, y no sólo en el cine negro. 
Para ser sincero, y aunque en su momento vi la prescindible y anodina tercera parte, habrán observado hace unas líneas que cuando hablo de El Padrino en realidad me estoy refiriendo de las dos primeras partes, que en realidad pueden ser consideradas como una sola película que tuvo que ser dividida en dos debido a su largo metraje. 
El Padrino trata sobre la vida, una vida peligrosa en la que solamente puede sobrevivirse firmemente asentado en la lealtad a la familia. También sobre la ética con la que se ha de vivir esa vida, los negocios que se anteponen a otros principios como la amistad o el cariño, pero nunca al del honor. También sobre la justicia, sobre ambición y poder, sobre el dinero -que solemos descubrir grapado a estos últimos-. En definitiva, sobre el más primitivo instinto presente en la biodiversidad: la supervivencia del más fuerte y del más astuto dentro de unas reglas. 
Dado que -permítanme la redundancia cartesiana- todos vivimos; dado que todos tenemos -o hemos tenido- una familia o un grupo de gente querida que supone nuestro núcleo de confianza; dado que todos de alguna manera respetamos -o al menos, deberíamos- ciertos principios éticos y aspiramos al imperio de lo que nuestra conciencia nos dicta que es justo, aunque no siempre coincida con lo que dictan los tribunales... Por todo ello, todos somos susceptibles de sentirnos identificados con la familia Corleone viendo El Padrino. 

Lo primero que resalta en El Padrino es la soberbia dirección de Coppola, que fue capaz de convertir una novela discreta en una perfecta comunión de la oscuridad -gran parte de la historia se cuenta entre tinieblas-, la mítica banda sonora y la composición de cada personaje por parte de los actores. La oscuridad, decía, porque es un protagonista más, presente incluso antes de entrar a ver la película, pues envuelve el cartel -un cartel memorable, por cierto- que ya antes de entrar al cine o de insertar el DVD nos anuncia una trágica historia donde la muerte forma más que nunca parte rutinaria del atrezzo. Como protagonista también es el sublime vals de la muerte compuesto por Nino Rota, redondo, sórdido, constante, envolviéndolo todo, acompañando pensamientos y acciones de los protagonistas. 
Y por supuesto, lo más importante, las interpretaciones. La del patriarca, Don Vito Corleone, interpretado en uno de los últimos estertores de genialidad de un por aquel entonces ya decadente y conflictivo Marlon Brando. Coppola creyó en él, seguramente fue el único que lo hizo, y Brando contra pronóstico dejó de lado sus excentricidades y dio rienda suelta a su colosal talento, yendo más allá del guión para, literalmente, fabricar un personaje mítico de amplia mandíbula (que rellenó de literalmente con pañuelos de papel para resaltar), voz susurrante y peligrosa, mirada implacable y presencia divina, matices que supo captar a la perfección Robert De Niro para estar a la altura dando vida al joven Vito. 
La de Michael Corleone, personaje principal de la trama interpretado por Al Pacino, un tipo bajito, valiente y sereno, de mirada despierta y afilada, que crece hasta convertirse en el gigantesco nuevo patriarca. Un personaje con muchos matices, tan atractivo como temible, alguien que mide cada palabra que dice -y que calla-, un estratega que se debate entre el bien y el mal siempre según el código ético de una familia siciliana, anteponiendo los intereses del clan Corleone a todo lo demás. 
La de Tom Hagen, el consejero de la Familia, interpretado por Robert Duvall, posiblemente el hombre que mejor caminó de espaldas delante de una cámara en toda la Historia del cine. Un personaje que estaba destinado a ser mucho más grande en el posterior desarrollo de la trama en la referida tercera parte, donde habría pasado de hijo adoptivo y consiglieri de la Familia a enemigo mortal de los Corleone, pero al que una discusión salarial de los productores con el actor mientras se preparaba la tercera parte hizo desaparecer del guión.   
Por no hablar por el maravilloso desfile de secundarios que van apareciendo durante todo el metraje, de las escenas redondas, perfectas, del ritmo trepidante, de los constantes ciclos que se van abriendo y se van cerrando, hasta dejarnos clavados en nuestras butacas. 
Por último, les advierto: no se sorprendan ni se asusten cuando descubran la simpatía que sin duda sentirán por una familia de despiadados pero honorables gangsters. Esto sucede porque todos llevamos, como el protagonista de la serie Dexter, un oscuro pasajero dentro. Y películas como la saga de El Padrino resultan ideales para darle de comer sin acabar acribillados a tiros en el peaje de una autopista cualquiera.