miércoles, 8 de febrero de 2012

Rafa Nadal y el espíritu de Rocroi

Hace solamente unas semanas, Arturo Pérez Reverte se hacía eco en su Patente de Corso dominical del impresionante cuadro de don Augusto Ferrer Dalmau titulado "Rocroi, el último tercio". 
El asunto es que hace unos siglos, a pesar de la incultura, la pobreza y la indisciplina, males endémicos de estas heterogéneas tierras ibéricas, los soldados peninsulares resaltaron algo que sólo unos pocos ejércitos selectos a lo largo de la Historia han sido capaces de construir y mantener en el tiempo: una reputación de excelencia en el combate, un "esprit de corps", una honra que les llevaba a comportarse de manera férrea y resolutiva ante cualquier situación, por dura que fuera. Según Pérez Reverte, dicha cualidad la generaban el hábito a las dificultades del yermo entorno en el que habían crecido estos hombres, así como la ausencia de alternativas a tirar hacia delante sí o sí. De uno u otro modo, con mayor o menor nobleza, lo cierto es que los soldados de los viejos Tercios de infantería españoles, que en el día a día eran contestones, soberbios y habituados a los motines, inexplicablemente se tornaban rectos y disciplinados bajo el fuego, solícitos voluntarios para aquellos lugares de privilegio en el combate (que lógicamente solían ser también por ello los más peligrosos, como vanguardias y retaguardias, encamisadas, razias... Por lo que aun siendo minoría en las tropas católicas, en lo más farragoso allí estaban siempre ellos, por delante de los de otras nacionalidades). Como si fueran hoplitas, legionarios o granaderos de la Vieja Guardia de Napoleón, aquellos tatarabuelos nuestros eran conocedores cada uno de su función dentro de la cerrada muralla cuadrada de cuero, picas y arcabuces, conocedores de que si cada uno hacía bien su trabajo, la formación seguiría inexpugnable y funcionaría como una máquina bien engrasada. 
Así se mantuvieron, durante más de siglo y medio, victoriosos en la defensa y en el ataque en todos los campos y mares de Europa, norte de África y América, hasta que llegó la hora de Rocroi. En aquella llanura, de nuevo no sólo combatían castellanos, navarros, portugueses y aragoneses. También había tercios valones, tudescos e italianos. Pero al final de la batalla, lo cierto es que solamente quedaba en pie un exiguo cuadro de piqueros y mosqueteros españoles, reagrupados bajo el mando de Melo, tras haber sido desarbolados los otros tercios. Sabían que era el final, y que no había salida porque no había virtud en la entrega de las armas, así que decidieron cumplir con lo que dictaban su reputación y su honra, pagada costosamente con acero, sudor y sangre durante casi doscientos años de interminables guerras, y prefirieron morir matando a vivir con la vergüenza de una bandera capturada. Ellos no conocían el Bushido, ni al ciclista Lance Armstrong, ni a los All Blacks de Nueva Zelanda... Sin embargo en su comportamiento destacaba el mismo leit motiv: el dolor puede durar minutos, horas, días, tal vez años, pero tarde o temprano termina cediendo y desaparece (aunque sea con la muerte); mientras tanto, la vergüenza y la deshonra del abandono o la rendición permanecen para siempre, generación tras generación. Aquel día en Rocroi, nuestros tatarabuelos fueron derrotados, pero abandonaron el campo de batalla repletos de dignidad, al calor de sus banderas, sin humillación, con el respeto y el reconocimiento de los franceses victoriosos. Como dice Diego Pablo Simeone, se puede caer derrotado, pero el esfuerzo no se negocia, y una vez entregado todo en el campo de batalla, solamente entonces la derrota brilla tanto o más que las victorias. 
Este concepto es algo que tuvieron claro los espartíatas de Leónidas en las Termópilas, un puñado de legionarios franceses en Camerone (México), el Regimiento de Caballería Alcántara en Annual, el Batallón Expedicionario de Cazadores nº 2 que salió dignamente con armas y pertrechos del Sitio de Baler, en Filipinas... Me vienen a la cabeza también Iwo Jima, Guadalcanal, Okinawa, las Marianas... En todos esos sitios, los soldados japoneses cayeron derrotados, pero antes de eso  tuvieron que arrancarles de las manos muertas y retorcidas sus katanas y pistolas. Porque si consigues convencer a tu enemigo de que cada uno de los tuyos que caiga se llevará con él al infierno a seis o siete enemigos y lo que se ponga por delante, el contrario se avendrá a negociar cualquier cosa antes de aventurarse a las pérdidas en hombres y recursos que, sin duda, costaría derrotarte. Así que, o tiras dos bombas atómicas o tienes que dejarte las pelotas y la hacienda durante muchos años, luchando casa por casa. 

Esta historia tiene su máxima vigencia ahora, y podemos extrapolarla a todos los ámbitos de la vida en los que hay que afrontar dificultades. Si bien los españoles seguimos manteniendo la mayoría de los defectos que ya teníamos por aquella época (seguimos siendo, poco más o menos, igual de incultos, maleducados, contestones, pendencieros, igual de heterogéneos y también igual que entonces, difícilmente gobernables), cada vez que veo a Nadal jugar al tenis, la última vez durante la final del Open de Australia 2012 contra Djokovic, me emociona pensar que millones de telespectadores a lo largo y ancho del mundo puede comprobar que todavía tenemos algo de eso, esa misma receta de antaño, no exclusiva, pero sí muy nuestra. Ese espíritu indomable que se muestra rebelde ante la derrota. 
Preguntaréis por los ingredientes de esta receta: 


  • Unos cuantos fracasos previos de los cuales aprender
  • Capacidad de sufrimiento 
  • Resistencia 
  • Eso que llaman vergüenza torera 
  • Humildad 
  • Y sobre todo, la base de todo: trabajo duro
 En el caso de Nadal, que es ciertamente extraordinario, se añade a la receta el valor añadido de una gran dosis de talento sin desperdiciar -ingrediente que no ha sabido aprovechar, por ejemplo, Verdasco-. Rafael Nadal refleja todo lo bueno que todavía nos queda, en la victoria, y lo más difícil, también en la derrota. Es un espejo en el que nuestros niños pueden mirarse, un caso para analizar y proponer modelos de cara al futuro. Un orgullo para todos y un ejemplo a seguir. 
Solamente los grandes, los grandes de verdad, pueden darnos lecciones en la derrota, y contra un extraordinario Djokovic, Nadal lo volvió a hacer. Y viéndole perder así, aunque duele, qué duda cabe, te hace pensar que sólo es cuestión de tiempo verle volver a ganar. En Melbourne, el mejor Djokovic se dejó la vida y se las vio putas para derrotar a Nadal. Pasarán los años y las décadas, y seguramente se seguirá recordando este partido, como la final de Wimbledon de 2008 contra Federer. Porque esas dos finales han sido, probablemente, los dos mejores partidos de tenis de la Historia reciente, y en ambos Rafa ha sido el protagonista. Ejemplo fue aquel día en Londres, en la victoria, y ejemplo fue también en Melbourne, en la derrota.   
  
Así que, aunque estamos en un momento crítico en lo económico, es el momento de darlo todo sin miedo a perder, porque solamente cuando un hombre pierde la esperanza y asume la certeza del dolor, con un poco de determinación hará desaparecer con ella el miedo y se sentirá capaz de todo. Tenemos un ejemplo aquí mismo, en Rafael Nadal, que nos hace recordar cómo se hacía aquello de convertir en gloria también nuestras derrotas. Ese domingo, Melbourne fue Rocroi. No porque fuera el ocaso de Nadal -antes bien, pienso que fue más bien, al contrario, un punto de inflexión-, sino por esa rebeldía ante la derrota, por ese no dejarse vencer jamás.  

1 comentario:

  1. Estupendo artículo, en realidad Nadal no llevaba una raqueta,¡era una pica!,sigue adelante.

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